Un artículo de opinión de Pepe Aguado
Si nos atenemos al Diccionario de la Real Academia Española, al que, por cierto, no le tengo ninguna devoción, igualdad es “Conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad”, “Correspondencia y proporción que resulta de muchas partes que uniformemente componen un todo” o el “Principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones”. Ninguna de estas definiciones da pie para llegar a la conclusión de que hombres y mujeres somos iguales: como mucho, se habla de la “equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones”; pero eso no quiere decir que hombres y mujeres seamos iguales, sino que lo son nuestros derechos y obligaciones.
Esa teoría de la igualdad entre el hombre y la mujer, con que, de forma tan obsesiva y, a veces, agresiva, algunos políticos dejan pruebas evidentes de su capacidad intelectual, es una mentira rotunda. Somos diferentes en naturaleza, en forma, en mentalidad, en sentimientos, en tono de voz, en fuerza física y en muchas más cualidades que no considero necesario rebuscar.
Si vamos caminando detrás de una persona y nos fijamos en esa parte del cuerpo donde se juntan la espalda, desde arriba, y las piernas, desde abajo, podemos asegurar, sin verle la cara y con una certeza casi absoluta, si se trata de un hombre o una mujer. Consecuencia: queda completamente claro que hasta en el culo somos diferentes.
Pero nadie se apresure y, puesto que niego la igualdad, me acuse de machista. Espero que podáis compartir conmigo la idea de que no somos iguales, sino equivalentes, palabra que procede de dos latinas que significan “igualdad” y “valor”. En resumen, eso quiere decir que tenemos el mismo valor y no hay un hombre que sea más que una mujer por ser hombre ni una mujer que sea más que un hombre por ser mujer.
El derecho a esa equivalencia de hombres y mujeres es, al menos para mí, una verdad universal que desgraciadamente se ve despedazada en muchas ocasiones por leyes, costumbres, normas y tradiciones. Hasta la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana tiene postergada a la mujer sin acceso al ministerio sacerdotal.
Nuestra Constitución de 1978, cuyo número de aciertos supera con creces al de deficiencias, dice:
Artículo 14.
Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
Ahora viene mi pregunta: ¿para qué nos sirve un Ministerio de Igualdad, si basta con recurrir a nuestra Carta Magna, para reclamar la igualdad de nuestros derechos? ¿Es verdaderamente necesaria más protección para la mujer? Sinceramente, pienso que no; pero pasemos a algo que me resulta mucho más grave todavía.
Encuentro en un periódico un titular que dice: “Irene Montero aprueba un gasto de más de 20.000 millones para el Plan Estratégico de Igualdad”. Se dice pronto; pero hay que pensar que son 20.000.000.000€. Sí: un tren de ceros, con un 2 como locomotora, destinados a “impulsar las políticas feministas de forma transversal en todas las administraciones y en todos los departamentos”.
Mi menguada capacidad intelectual se obnubila por completo, cuando tropiezo con genialidades de inteligencias preclaras, infinitamente superiores a la mía, como me ocurre en el caso de Irene Montero. Por favor… que alguien me libere del tormento al que me veo sometido por mi ignorancia y me diga claramente que es “impulsar las políticas feministas de forma transversal”. Confieso que ni lo sé ni lo comprendo.
Sí, mis queridos compatriotas. Esa enorme cantidad de dinero deslumbra mi inteligencia y me impide ver en qué pueden consistir las necesidades a cubrir con esa Gran Pirámide de euros. Me inquieta saber que esa veintemilmillonada va a ir a parar a las manos de Irene Montero, sobre cuya intachable moralidad doy mi palabra de honor de que no abrigo ninguna duda: no existe. Está obsesionada por impedir a toda costa la Meritocracia, para imponer una poderosa e inamovible Chochocracia, en la que no se tiene en cuenta la valía personal ni la sensatez, sino el nivel de fanatismo y osadía.
¡Dichosos tiempos aquellos, ya pretéritos, en que los cargos eran ocupados por personas inteligentes y conocedoras de la misión que debían desempeñar! Pero eso, por desgracia, no es una característica exclusiva de nuestra época actual. Hace ya cinco siglos, el glorioso Miguel de Cervantes se quejaba de lo mismo que nos quejamos nosotros, con estas palabras:
“Querido Sancho: compruebo con pesar, como los palacios son ocupados por gañanes y las chozas por sabios. Nunca fui defensor de reyes, pero peores son aquellos que engañan al pueblo con trucos y mentiras, prometiendo lo que saben que nunca les darán.
“País este, amado Sancho, que destronan Reyes y coronan a piratas pensando que el oro del Rey será repartido entre el pueblo, sin saber que los piratas sólo reparten entre piratas”.