Un artículo de José María García de Tuñón Aza
El ilustre vasco que amó a su Salamanca plateresca, que amó a la tierra de Castilla enjuta y despejada, y que amó a su patria España universal y eterna, falleció el 31 de diciembre del ya lejano año de 1936, cuando después de comer se encontraba con el joven falangista Bartolomé Aragón que acababa de llegar del frente. Mirándolo fijamente a sus ojos, esperó a que Unamuno, a quien admiraba, comenzara a hablar. Y las primeras palabras de aquel hombre solitario no se hicieron esperar:
Amigo Aragón, le agradezco que no venga usted con la camisa azul, como lo hizo el último día, aunque veo que trae el yugo y las flechas…Tengo que decirle a usted cosas muy duras y le suplico que no me interrumpa. Yo había dicho que la guerra de España no es una guerra civil más, se trata de salvar la civilización occidental; después dijo esto mismo el general Franco y ya lo dicen todos.
El falangista le escuchaba atentamente mientras le ofreció un ejemplar de una publicación de su partido que Unamuno no quiso ver y mientras golpeaba la mesa camilla, le dijo: «¡Aragón! ¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!», Y dicho esto dobló la cabeza, «como un Cristo agonizante», hasta que Bartolomé Aragón empezó a oler a quemado dándose cuenta de que lo que se estaba chamuscando era la zapatilla de aquel hombre solitario que ya no notaba nada, aunque las brasas de la lumbre habían comenzado a carbonizar todo su cuerpo. Estaba muerto, llamaron a un médico que no pudo hacer otra cosa que certificar su defunción. «A un hombre que había sufrido ya una larga agonía durante todo su vivir, Dios le concedió no tenerla a la hora de la muerte. Murió sin agonizar. Sin lucha. Sin tormento. Él, que era un constante atormentado. Murió en paz. Él, que siempre vivió en guerra. Dentro de la guerra, en su seno mismo, hay que buscar la paz; paz en la guerra misma».
Y, curiosamente, en Fuenteventura, desterrado por el dictador Primo de Rivera, que significó para él todo un oasis de espíritu bebiendo de las aguas vivificantes que le valieron para salir refrescado y formalizado, continuando así su viaje a través del desierto de aquella civilización, donde en febrero de 1924 escribió el poema del Romancero del Destierro, que llega a describir, todavía aún lejana, las circunstancias de su muerte.
Se acerca tu hora ya, mi corazón casero,
invierno de tu vida al amor del brasero
sentado sentirás,
y tierno derretirse el recuerdo rendido
embalsamando al alma con alma de olvido
de siempre y de jamás…
El falangista Víctor de la Serna, fue el encargado de organizar el homenaje póstumo: «Hemos de hacer cuanto esté en nuestra mano para enterrar a Unamuno como debe ser». A la mañana siguiente, en la parroquia de la Purísima, tuvo lugar el funeral oficiado por el párroco. Por la tarde la conducción del cadáver al cementerio de Salamanca. En las calles de Bordadores y Úrsulas no cabía una persona más. Son las cuatro de la tarde. El hombro izquierdo de tenor Miguel Fleta, vestido de falangista, soporta la carga proporcional del féretro. Tres periodistas, de azul mahón y con correajes –Víctor de la Serna, Antonio de Obregón y Salvador Díaz Ferrer– comparten con el tenor el peso del ataúd, sobre el que ha sido colocado el birrete negro de rector como atributo restituido de su dignidad vitalicia. A las cinco, la caja mortuoria entra en el nicho mientras en ese momento, alguien grita: «¡Camarada Miguel de Unamuno!». Los falangistas que asisten al sepelio, alzando el brazo y abriendo la mano, responden: «¡Presente!».
Méteme Padre Eterno, en tu pecho
-misterioso hogar-,
dormiré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar.
Son sus mismas palabras grabadas sobre el nicho de aquel hombre solitario, que pasó por el dolor y la angustia de España, elegidas por su hijo Fernando.