Artículo de opinión de Ángel R. Boya Balet
Sin pretender otra cosa que aportar mi granito de arena a este penoso asunto, me atrevo a escribir estas líneas con la esperanza de que personas más capacitadas las corrijan y desarrollen.
Empezaré por definir el punto de vista desde el que escribo: el de un católico, apostólico y romano, ejerciente.
Se observa que desde la década de los ochenta del pasado siglo la asistencia a los templos católicos se ha reducido al extremo de que su ocupación no pasa en la actualidad en las misas de precepto de un escaso 10% o 20% de su capacidad. Desertización que está muy lejos de haber tocado suelo.
Sociológicamente, los hechos más significativos de la segunda mitad del siglo XX han sido el Concilio Vaticano II (CVII) y la Revolución de Mayo del 68.
Con el objetivo aparente de conseguir un nuevo florecimiento de la Iglesia Católica (IC), Juan XXIII, del que expertos en masonería como el sacerdote Manuel Guerra Gómez afirman que era masón (“El árbol masónico”. Madrid 2017. Página 317), convocó el CVII.
Objetivo de la masonería desde su fundación en 1717 ha sido destruir la Iglesia Católica (IC) por todos los medios posibles y entre otros por equipararla a otras religiones (Parlamento de las Religiones, frecuentado por el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio) o bien pretendiendo que la IC dialogue con el mundo, lo que en realidad supone que adapte su doctrina y estructura a las modas de cada época, renunciando a la existencia de verdades absolutas y al concepto de pecado como algo objetivo.
El mundo, es decir la masonería, espera de la IC que flexibilice sus posicionamientos doctrinales y morales EN TODO y en concreto respecto a: curas casados, sacerdocio femenino, aceptación de la homosexualidad como una situación de normalidad psíquica, supresión de todos los dogmas, supresión del pecado y del infierno etc. etc. Es decir que adopte el relativismo masónico.
El resultado del CVII fue la eclosión de tendencias surgidas en la Revolución Francesa, fomentadas por la masonería (véanse los documentos requisados al órgano director de la obediencia de los carbonarios: la Alta Venta) y que ya habían aflorado previamente al CVII.
Controlado el CVII de principio a fin por cardenales masones, entre otros: Lienart, Bea y Bugnini, los tres poderes de la IC: magisterio, jurisdicción y sacramental se adaptaron al “espíritu” del Concilio y con ellos la Liturgia y la Pastoral. Recuérdese que la palabra conciliar llegó a ser sinónimo de anti Tradición, una de las fuentes de la Fe católica.
La liturgia entre otros cambios adoptó las lenguas vernáculas, rechazando el lenguaje tradicional de la IC, el latín, que contribuía a la universalidad de la misma. En la Celebración de la Eucaristía se cambió radicalmente la posición del celebrante. Pasó de estar pendiente de Dios a estarlo de los asistentes.
La Pastoral constituida entre otros instrumentos por las homilías y la catequesis mediante las que la Jerarquía comunica a sus fieles las verdades a creer y las actitudes a tomar para su salvación trastocó el mensaje de Cristo. Ya no se trata de convertir al mundo sino de agradar al mundo.
Así que desapareció el pecado en general y especialmente proscrito fue el pecado mortal. Muy frecuentemente se niega la existencia del infierno. Se ha suprimido todo lo que no sea Misericordia Divina interpretada en sentido humano y todo lo que tenga relación con la justicia Divina. Todo debe ser suave y amerengado.
Es la IC la que debe adaptarse al mundo. A pesar de que, como dice el cardenal Sarah: “La Iglesia no está hecha para escuchar, está hecha para enseñar: ella es madre y educadora”. “Algunos han adoptado las ideologías del mundo actual con el pretexto falaz de abrirse al mundo; …”
Las homilías y el arte de no decir nada
Así que las homilías se han convertido en una ocasión para desarrollar el arte de no decir nada. Lo máximo que se atreven los conferenciantes a decir en ellas es que no conviene murmurar. Y como es lo único a lo que se atreven lo repiten decenas de veces. No pueden correr el riesgo de decir algo políticamente incorrecto.
Algunos curas para ser políticamente correctos llegan a repetir en ellas que si los musulmanes realizan actos de terrorismo se debe a que los cristianos, en cuyas comunidades viven, les mantienen en condiciones económicas vejatorias. Con ese mensaje se solidarizan con los políticos vendidos al capitalismo que promueven la invasión musulmana y se solidarizan también con las mafias que organizan y se lucran con dicha invasión, uno de cuyos objetivos es bajar el nivel de los salarios de las zonas de llegada. Aunque no es el único.
Esta hipersensibilidad hacia los inmigrantes se contradice con el olvido de la ética cristiana que manifiestan con las vergonzosas emisiones de 13 TV, la cadena televisiva de la Conferencia Episcopal Española (CEE), donde todos los días del año se emiten unos combates de boxeo hombre/hombre y/o mujer/mujer, repulsivos tanto por la violencia que reflejan como por las huellas que en los cuerpos de los combatientes quedan. Probablemente la CEE crea que esos combates responden al espíritu derivado del CVII y que se debe mantener esa programación a pesar de las multimillonarias pérdidas económicas que anualmente produce la cadena. Pérdidas que se saldan con las aportaciones de los ignorantes fieles.
Para completar el panorama del magisterio, conviene recordar que en reiteradas ocasiones y por diferentes motivos Francisco I ha equiparado las diversas religiones con la IC, negándole a ésta así su origen divino, pues Dios no puede crear como verdaderas dos o más religiones. Manifestaciones que se confirman cuando los templos católicos se profanan prestándolos para realizar actos banales: discotecas o para celebrar actos litúrgicos de otras religiones.
Resulta pues que el hombre no tiene obligaciones, sólo derechos. Decir que es obligatorio para los católicos ir a misa las Fiestas de Guardar y su incumplimiento, pecado mortal, supondría, para la Jerarquía católica, violentar la voluntad de los feligreses, que deben estar libres de amenazas. ¡Cómo si el riesgo de condenación eterna no fuera una amenaza y su ocultación por parte de la Jerarquía un GRAVÍSIMO PECADO.
Prohibido prohibir, el famoso símbolo del Mayo del 68 fue adoptado por la Jerarquía. Si la indumentaria de algunas mujeres es inmoral, por ejemplo porque enseñan parte de los pechos y provocan la lascivia de los varones sanos, para no coartar la voluntad de dichas señoras y/o señoritas el párroco de turno y/o el obispo hacen como que no se enteran permitiendo su acceso a la comunión, aunque en privado tienen la DESVERGÜENZA de comentarlo y lamentarlo.
Si en las parroquias se producen mensualmente centenares de comuniones sacrílegas con ocasión de celebraciones litúrgicas: bodas, bautismos, comuniones, funerales, etc. etc. el cura los permite, aunque él sabe que la inmensa mayoría de los comulgantes en esa celebración, a los que conoce por ser del mismo pueblo, no van a misa los domingos. Sacrilegios en los que él evidentemente participa.
Otra forma de no ejercer el poder de jurisdicción es el silencio ante la inmoralidad de la mayoría de los programas televisivos y espectáculos.
Este pasotismo tanto en lo moral como en lo doctrinal (magisterio) ha tenido que condicionar el valor del sacerdocio. ¿Para qué ser sacerdote?
Esa pregunta hecha por los que pueden serlo les lleva a abstenerse de serlo. Respecto de los que lo son, les lleva a convertirse en funcionarios, pendientes fundamentalmente de su carrera profesional, el “cursus honorum” de los romanos : acumular ascensos y premios.
Procura comportarse por tanto la jerarquía como eficientes funcionarios para llegar lo más lejos posible en su escalafón: obispo, arzobispo, cardenal y llegado el caso Sumo Pontífice. Y con el profesionalismo se ha creado el espíritu de cuerpo, el clericalismo, al que aludía Francisco I. Clericalismo que lleva la protección del grupo incluso a la ocultación de los delitos, lo que es otro delito. Lo que pase con las almas de sus feligreses, qué más les da a ellos. ¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo!
Como buenos funcionarios, que no pastores, la primera regla que deben respetar es no crear problemas a sus superiores jerárquicos lo que implica adaptarse al poder eclesiástico, al poder civil y no molestar a la grey que tienen encomendada: parroquia o diócesis. Como decía Alfonso Guerra: “el que se mueva, no sale en la foto”. De modo que nuestros funcionarios eclesiásticos, me resisto a llamarles sacerdotes, tragan con carros y carretas para salir en la foto y poder progresar en el escalafón. A lo mejor alguno llega a Papa.
De modo que ni enseñan la doctrina (magisterio) ni corrigen los errores (jurisdicción). Respecto al tercer poder, el sacramental, sólo comentaré que el acceso al sacramento de la confesión en algunas parroquias es casi imposible.
¿Con una religión tan merengue para que ir a misa?
¿Para qué aprender los mandamientos si no sirven para nada?
¿Para qué cumplir los mandamientos, si todo el mundo se salva?
¿Qué opinarían los innumerables mártires, que a lo largo de la historia ha habido, ante el merengue con que los domingos sí o sí nos obsequia el jerarca de turno?
Las iglesias están vacías. ¿Será tal vez porque los curas y obispos les han quitado su finalidad?
P.D. Evidentemente no todos los miembros de la Jerarquía actúan de igual manera, describo el comportamiento observable en general.